La
izquierda siempre se ha identificado con aquellas corrientes políticas que
ponen la desigualdad en el centro de su acción, y desarrollan diferentes
estrategias para reducirla. Mientras que la derecha considera la igualdad
inherente a la condición humana, como un hecho natural que no tiene sentido
combatir e incluso es positivo, sobre todo si el resultado del esfuerzo
individual funciona como un motor de progreso. Así que para tenerlo claro, ¿de
qué hablamos cuando hablamos de izquierda? o ¿Tiene sentido seguir hablando de
la izquierda como de una entidad única y enfrentada a una supuesta derecha? Hay
un pequeño libro de Norberto Bobbio, Derecha
e Izquierda, que el gran académico italiano utilizó en 1995 para zanjar
milagrosamente el debate acerca de la utilidad o no de la clásica distinción.
Harto de esa supuesta muerte de las ideologías y de la ilusión de las
sociedades ambidiestras o bipartidistas, Bobbio demostró en unas pocas páginas
por qué se puede seguir hablando de izquierda y derecha. Y la clave para
Bobbio, que debería ser también la de todos nosotros, reside en la posición que
tenemos frente a la desigualdad.
Obviamente
cada día somos más desiguales. Los ricos son más ricos y el resto cada vez más
pobre. La crisis económica ha disparado las desigualdades y los privilegios de
ese 1% más poderoso que lo domina todo. Parece como si los señores feudales
nunca se hubieran ido, y sin embargo, la desigualdad y la miseria de hoy, por
primera vez en la historia de la humanidad, se podrían solucionar. El problema
actual no es que falte producción, sino como se reparte. Esta tragedia es aún más injusta en nuestro tiempo
porque hoy tiene arreglo, aunque la desigualdad aumenta. Por ejemplo acabar con
el hambre en la Tierra, según un informe de la FAO de 2009 (siglas en inglés de
la Organización para la Alimentación de Naciones Unidas), costaría 30.000
millones de euros anuales. ¿Es mucho dinero? No tanto, si pensamos que esa cantidad
es la que puso el Gobierno de Rajoy para salvar Caja Madrid. Y Europa ha
empleado ya en el rescate del sector financiero 3.700.000 millones de euros. La
derecha, defensores de esa política neoliberal de salvar bancos, piensa que no
es necesario salvar a las personas del hambre, porque dicen que este es un
hecho natural consecuencia de un problema maltusiano, la población crece más rápidamente que la
producción de los alimentos. Otra gran mentira según la FAO, porque la mitad de
los alimentos o de la comida que se produce en el primer mundo acaba en la
basura para que no bajen los precios. En definitiva, que los dineros y los
bancos están por encima de las personas.
La
miseria no es hoy ni una plaga bíblica, ni una maldición, ni una catástrofe
natural. Tiene arreglo. Tiene solución, y la salida hacia ese mundo mejor no
tiene nada que ver con aumentar la producción ni obsesionarnos con el
crecimiento, sino con mejorar el reparto y combatir la desigualdad. En el Cuaderno
nº 2 de eldiario.es, Ignacio Escolar decía que “en España compartimos dos
problemas que deberían ser incompatibles: somos, en términos relativos, uno de
los países del mundo con más casas vacías -la mayor parte han terminado en
manos del Estado a través del banco malo- y al mismo tiempo tenemos a miles de
ciudadanos desahuciados. Gente viviendo en la calle y pisos vacios, en una
misma ciudad. Familias enteras durmiendo en un portal bajo carteles
descoloridos de “se vende”, cuatro plantas hacia el cielo, un poco más allá”.
Pero nos explican que eso debe ser así para que las personas se esfuercen y
salgan por sí mismo de esa situación de pobreza, cuando esta representa la peor
estampa de una época moralmente miserable, muy difícil de explicar y más
difícil de aceptar.
La
defensa de la igualdad está escrita en mármol en el pedestal sobre el que se
levantan todas las democracias. Y en todas las constituciones la sacrosanta
igualdad suele aparecer en los primeros artículos, en la planta noble, en el
cuerpo doctrinario principal, en las obligaciones y derechos de la ciudadanía.
Los mismos derechos que aparecen en el Titulo I de la Constitución Española, donde
se habla de la igualdad de oportunidades; del derecho a la vivienda; del
derecho al trabajo; del derecho a la educación, a la sanidad, etcétera. El
problema de la práctica de estos derechos surge cuando el Gobierno se aleja de
esa realidad, y su sector público cada vez pesa menos y, en ocasiones,
inclusive redistribuye hasta marcha atrás: aumentando la desigualdad y poniendo
el Estado al servicio de los que más tienen y no de los que más lo necesitan.
En esa situación la desigualdad aumenta, y pone en riesgo hasta la propia
libertad. Podrá la democracia sobrevivir en un mundo donde la desigualdad se
dispare aún más. No lo creo. Por eso el reto de la izquierda está en cómo
reformar el Estado de bienestar para que siga reduciendo la desigualdad. Para
que cuando digamos todos somos iguales, algunos no sean más iguales que otros.
Ángel Luis Jiménez Rodríguez
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