Esta semana se ha
comentado mucho la portada de “The New York Times” del pasado domingo. La
noticia afirmaba que por lo general en España no se dimite, aunque haya mil
cargos políticos bajo sospecha.
España no se parece a
otros países europeos donde se dimite mucho, por ejemplo Inglaterra. En la cuna
del constitucionalismo emergió un sistema subsidiario para enfrentarse a
contextos de control deficitario de la responsabilidad política, capaz de
amortiguar el dramático efecto que siempre causan los instrumentos judiciales
de responsabilidad penal o criminal. Ese sistema subsidiario no era otro que la
dimisión del gobernante o político responsable de asuntos de innegable
dimensión política en los que hubiera metido la
pata o la mano.
El último circuito que
tiene toda democracia para funcionar es el control de la actuación del poder
público, aunque la mayoría de los dirigentes políticos de nuestro país tienen
una inevitable tendencia a no aceptar control alguno y menos hacerse políticamente
responsable de las decisiones deficientes que hayan podido adoptarse en su
entorno o en algún recoveco de su entramado político o administrativo. Y como
no hay nadie que quiera convertirse en el “chivo expiatorio”, algo que suele
esperar la opinión pública en semejantes casos, no hay nadie que dimita.
Pero qué podemos hacer
los ciudadanos cuando los circuitos de control político fallan y nadie dimite,
sobre todo sabiendo que el lento y complejo funcionamiento de la Justicia no
nos merece mucha confianza y que los mecanismos generales de control se han
colapsado definitivamente. La solución ha venido de la gente, de la calle, de
los colectivos sociales, a los que se les ha ocurrido una solución primaria,
simplista y radical: señalar con el dedo a los hipotéticos responsables, llegar
hasta las puertas de sus casas y levantar la voz para que escuchen en directo
nuestra protesta. O también ocupar la calle, los espacios públicos o digitales
para manifestar nuestra indignación, nuestra protesta y nuestra oposición ante
la clara y manifiesta deficiencia de nuestro sistema político, que ya no
funciona, ni tiene nuestra confianza.
Ángel
Luis Jiménez Rodríguez
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