Nepotismo, dice la RAE, es la preferencia
desmedida que algunos dan a sus parientes para las concesiones o empleos
públicos.
Hace unos días, hablando con amigos de mi
época de concejal, comentaba la poca importancia que se le está dando a las contrataciones
de parientes -hijos, hermanos, cuñados y cónyuges- o militantes del Partido
Popular en el actual Ayuntamiento. Y ahora menos con la distracción que supone el
“espantajo” veraniego de Gibraltar. En mi época también había enchufaos pero
esta corrupción provocaba amplios debates y muchos enfrentamientos entre las
fuerzas políticas presentes en aquella primera Corporación democrática.
No favorecer a parientes y amigos, si se
ejerce un cargo público, se maneja el dinero de los contribuyentes o se goza de
una posición de poder, es una buena conducta. Antes y ahora, sopesadas con la
razón -y no con la mera costumbre- son conductas necesarias, recomendables e
incluso obligadas.
Mi actitud ante el nepotismo, el amiguismo
o estas corruptas pautas de comportamiento ha sido siempre de repulsa y rechazo
total. Nunca me pareció que esa actitud fuera digna de elogio o de mérito
alguno, sino algo de cajón y totalmente obligado para quién ejerce un cargo
público. Por eso me cuesta comprender que en este país la norma sea el
nepotismo.
A mí me da lo mismo que mi pariente o amigo
sea un profesional competentísimo e idóneo para el puesto que depende de mí o
de mi partido, porque por ser mi pariente o amigo no puede ocuparlo. Y cuando
me dicen que salimos perjudicados los que estamos en cargos públicos, les digo
que así deberían ser las reglas: a veces debe salir uno perjudicado para que no
quepan dudas de no haber sido favorecido.
Ángel Luis Jiménez Rodríguez
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