lunes, 29 de noviembre de 2010

La blasfemia como delito.

Hace unos días, la Organización de la Conferencia Islámica (OCI) ha intentando, una vez más,  -se trata de una solicitud rutinaria de la OCI desde 1999- que el Tercer Comité de la Asamblea General de Naciones Unidas, especializado en cuestiones sociales, humanitarias y religiosas,  se pronuncie a favor de legislar a nivel internacional contra la blasfemia. En esta ocasión, la solicitud de la OCI resulta particularmente inoportuna porque sobre una cristiana paquistaní, Asia Bibí, pesaba una condena de muerte por haber presuntamente criticado al profeta Mahoma en defensa de su fe. Posteriormente, parece que ha recibido el perdón del presidente de su país y se espera su inminente liberación.
Las ofensas a Dios no pueden regularse en el Código Penal como ocurre en España con el artículo 525, que la castiga con pena de multa de ocho a doce meses. Y menos con la pena de muerte, como ocurre en otros muchos países. La pena de muerte es execrable en toda circunstancia, y aún más cuando se dicta por ejercer, en el fondo, la libertad de opinión. Al hacerlo, confundimos el papel de los legisladores y los jueces con el de los teólogos e  inquisidores, que establecen cuándo se ofende a Dios y cuándo no. El criterio que utilicen, por bien fundado que esté con una determinada creencia religiosa, no deja de ser eso, un criterio, no una verdad inamovible a la que deban plegarse todas las libertades y derechos.
Decía José Saramago: “A los derechos humanos le faltan dos derechos: el derecho a la disidencia y el derecho a la herejía”. Pero habría que ir más allá, porque no existirá verdadera libertad hasta que por blasfemar no te puedan castigar.
Ángel Luis Jiménez Rodriguez

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